El imperio de los conejos, película turca de Seyfettin Tokmak (coproducción con México, Líbano y Croacia), registra con crudeza los comportamientos machistas de la Turquía rural. Ahora tiene su estreno latinoamericano en la sección Panorama Internacional del 40° Festival Internacional de Cine en Guadalajara.
La novedad es que la fotografía de El imperio de los conejos está a cargo de Claudia Becerril Bulos, cinefotógrafa mexicana que conocemos de películas como Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020), El norte sobre el vacío (Alejandra Márquez Abella), o La frontera invisible (Mariana Flores Villalba, 2022).
¿Qué hace una cinefotógrafa mexicana en una producción mexicana? Y también: ¿Cómo le hace para ser reconocida como Mejor Cinefotografía en el prestigiado Tallin Black Nights International Film Festival ubicado en Estonia?
Sobre la cinefotografía de Becerril, el jurado dijo: “La observación íntima y cercana se ejecuta con una sobriedad y un realismo que crean una experiencia meditativa. (...) Los filtros de la cámara acentúan la atmósfera y complementan la oscuridad”.
Proponemos: en una película oscura como El imperio de los conejos, Claudia Becerril Bulos puso destellos de luz.
¿Cómo llegas a El imperio de los conejos?
Seyfettin Tokmak me contactó por Instagram; había visto Sin señas particulares en Berlín y le había gustado mi trabajo, me dijo que tenía un proyecto y pensaba que yo podía participar. Lo conocí por Zoom y al poco tiempo conocí a la productora Tora Aghabayova. Ellos tenían un apoyo turco parecido al Eficine, pero no les alcanzaba para contratar a una fotógrafa extranjera, y además de tan lejos. Para justificar la inversión me preguntaron si les interesaría el proyecto en México. Contacté al director con varios amigos y amigas productoras, conocieron a Carlos Hernández y Gabriela Gavica de Mandarina Cine. Ellos pagaron el vuelo y mis honorarios, así se consolidó la coproducción.
No tenemos muchos referentes de los territorios turcos ¿Qué te atrajo de trabajar allá?
Siempre había querido ir a esos lares, mi abuelo era sirio e íbamos a filmar en la frontera con Siria y quería explorar esos territorios. También da miedo llegar sin tu equipo, sin conocer a nadie ni hablar el idioma. Pero fue bonito darme cuenta de que el cine se hace igual en todos los lugares del mundo; con sus variaciones, pero siempre es la misma comunión de los equipos, y a pesar de que no entendía turco, podía sentir las escenas.
Conecté con varios miembros del equipo, con el protagonista, Alpay Kaya, que no hablaba inglés. El idioma no es lo único que te permite comunicarte y eso me cambió el modo de ver todo: poner mi mirada en una historia muy lejana geográficamente, que apelaba a la infancia y el refugio que todos los humanos necesitamos. Al no entender el idioma y muchas cosas culturales, te obligas a llegar a la semilla más profunda de la historia; eso fue enriquecedor.
Tú has hecho fotografía para directoras mexicanas como Fernanda Valadez o Alejandra Márquez Abella, ¿cómo fue colaborar con Seyfettin Tokmak?
Muy fácilmente entendí los conceptos primordiales que Seyfettin quería abordar: la idea de la cueva como refugio, la compañía animal contra la crudeza del mundo. Ahí empezamos a trabajar con una correspondencia de imágenes a nivel de pinturas, sobre todo muchas pinturas e ilustraciones. Por ejemplo, con Fer o Ale, al tener parecido cultural, pero también afinidad de gusto y formas de ver el mundo, el acercamiento fue más intelectual, podemos charlar horas. Con Seyfettin había barreras. Aunque los dos hablamos inglés, no es el inglés más fluido. Muchas cosas nos separaban para tener esas conversaciones intelectuales, todo fue más hacia la emoción, a través de referencias. Con Seyfettin se quitaron varias capas y debí abordarlo desde las cosas más básicas. Fue un ejercicio rico, porque al final, toda esa intelectualización que hago con otros directores, que disfrutamos mucho y nos divertimos, con él fue quitarlo y llegar a la mera semilla.
El momento más interesante de la fotografía en El imperio de los conejos son las escenas de la cueva, con claroscuros y destellos verdes o azules. ¿Cómo trabajaste eso?
Era una cueva real, en una montaña real. Había que ingeniárselas para lograr situaciones lumínicas que no brincaran, que no fuera como una película de aventuras infantiles, que aparece un montón de luz quién sabe de dónde. Además, no podíamos llevar un generador eléctrico, teníamos una planta muy chiquita y dos luces. Lo de siempre, pero más este extremo.
En El norte sobre el vacío iluminé con lámparas de gas, y cuando llegué a Turquía vi que había ese tipo de luces en la calle, de gente que vendía castañas asadas y tenían unos foquitos muy bonitos. Eran luces de aceite, les dije que necesitábamos eso y quinqués. porque el personaje lleva lámpara, pero ahí no la puede tener todo el tiempo. Buscamos esos elementos lumínicos que fueran creíbles con la situación. Priorizamos la idea de madriguera, de refugio, de calidez, de la mamá que no está. Eso lo hicimos con fuego y una lámpara china que se podía poner en la cueva.
El oficio de cinefotógrafa tiene que ver con lo aventurera y meterte a terrenos extremos: has estado en una isla aislada, metida en los calores de 45° del norte... Implica destreza física.
La locación está lejos de Estambul, y nos cayó la peor tormenta de nieve en 30 años. Quedamos varados una semana. Cuando salimos había temperaturas de menos 7°, y además metidos en la cueva. Físicamente fue retador. Pero no me malviaja la incomodidad, siempre me ha gustado caminar en el campo, en el monte, acampar en la tormenta. Fue lo que menos sufrí. Y lo que sí: los turcos tienen una hermosa cultura de tomar té negro a todas horas, y siempre había un señor muy amable, que me llevaba mi tecito con azúcar y eso me mantenía calentita. Al final todo mundo sobrevivió, se la pasaban bien. En algún momento me vi en medio de la nada, de todas las rocas turcas, y dije: “Ay, qué chido poder estar aquí, en medio de la nada, tan lejos de mi casa”. En algún momento me emocionó.
¿Cómo fue el trabajo que hacías con el crew turco?
Allá dividen al equipo, como en Estados Unidos, entre eléctricos y el key grip. En Europa, en general, se hace así. Y yo me di cuenta de que soy una fotógrafa que utilizo más cosas de grip que de eléctricos. Al dividirse entendí cómo me sentía más cómoda trabajando. Con el grip hice buena mancuerna, nos entendíamos con señas y tenían una disposición increíble para ayudarme.
El resto del equipo siempre estuvo muy dispuesto. En la hora del rodaje eran todos turcos, menos yo. Y casi nadie hablaba inglés. Me enseñaban palabras, tenían ganas de ayudarme, me sentí muy protegida por la producción y el equipo. Y claro, de repente me sacaba de onda que terminaba una escena y todos se salían a fumar y a tomar té. Me daba angustia porque se iba a ir la luz, pero todo estaba bien.
Yo tenía miedo porque hay pocas mujeres en la industria turca y no están acostumbrados a trabajar con una mujer. En México, como sea, ya conozco a mi equipo. Pero es gente muy linda, todos muy dispuestos a colaborar conmigo, para ellos también era una aventura, para ellos era como: “órale con esta morra. ¿De dónde es? ¿Dónde es México?”
Es una gran aventura. Un cineasta turco contacta por Instagram a una mexicana porque le gustó su cinefotografía; la lleva a su país, logran una película de una fuerza tremenda. Y la mexicana gana un premio en un festival muy lejano, como el Tallin Black Nights International Film Festival. Es un cuento muy bonito.
Y escuchándote me encanta, me siento orgullosa de haber aceptado el reto. Porque obviamente me dio miedo, pero a pesar de eso me da gusto haberlo hecho, a pesar de lo descabellado que sonaba, irme a un país donde ni siquiera conozco el idioma.
¿Qué destacarías de esta experiencia? ¿Cómo lo traducirías en una clase de foto?
A partir de esa experiencia pongo mucha atención en que aprendan a comunicarse. Si existe una buena comunicación las cosas van a fluir, no tienes que hablar el mismo idioma para eso. Con comunicación me refiero a encontrar la manera de expresar lo que necesitas a nivel técnico, pero sobre todo a nivel de lo que buscamos en esta película. Con El imperio de los conejos no había cabida para nada más que para comunicar con precisión qué emoción estamos buscando. Tuvimos que quitar todo el adorno, que a veces con los directores puedes debrayar muchísimo. Aquí era llegar a lo contundente, a la semilla de lo que quieres transmitir. Te vuelves un sabueso que te dan a oler algo y buscas eso. Es algo que siempre había puesto en práctica, pero en El imperio de los conejos fue la única manera de acercarme a las historias.